DOCUMENTOS HISTÓRICOS
Por Israel Peña
Empecemos
esta nota con una pregunta bien sencilla para los músicos venezolanos que
conocen la historia de nuestra música: ¿A qué personaje pertenece el primer
puesto como artista de la música en la historia del país? Y una inmensa mayoría
–una mayoría consciente que sepa sumar méritos y honores– dirá un nombre quizás
poco conocido de los venezolanos no interesados por el arte y la vida de
Venezuela desde su nacimiento hasta hoy: el de Teresa Carreño.
Teresa
Carreño, como hija y nieta de músicos, llevaba al nacer la música en sus venas.
Pero esta disposición, esta facultad orgánica no quedó en un estado que pudiera
llamarse natural o instintivo. Antes bien, se desarrolló en ella a conciencia,
física y espiritualmente. Cierto es que el solo de un genio nato alentó en la
niñez y en la adolescencia su conocimiento y sus progresos de artista. Pero de
guiarse sólo por él, Teresa Carreño no hubiera llegado a conquistar el nombre y
la gloria que le dio su arte en los más variados climas del mundo.
De
esto podemos deducir que no hay arte basado en la naturaleza sin el concurso de
sistemas y disciplinas que le permitan manifestarse en una forma artística,
superada sobre sus orígenes.
El
primer maestro de Teresa Carreño fue su propio padre, Manuel Antonio Carreño,
hijo de músico y que pasaría hoy quizás por un brillante aficionado sino
hubiera sabido inculcar certeramente, con un tino a todas las luces pedagógico,
los principios que sirvieron de base al monumento que constituyó más tarde el
arte pianístico que distingue a la caraqueña de esa mayoría común de
pianistas que luchan denodadamente por abrirse paso en el campo del concierto
sin lograr más que una aceptable y mediana posición. Tanto entonces como ahora
–y acaso más ahora que entonces– esa legión de ejecutantes medianos, de
artistas insuficientes representa un porcentaje exasperante para expresarnos y
para buenos públicos. Teresa Carreño supo descollar brillantemente desde sus
comienzos, en un principio como niña prodigio en Caracas y luego como brillante
alumna y precoz concertista en Estados Unidos y Europa ¿Y quiénes fueron sus
maestros, luego de las lecciones que recibió en Caracas de su padre y el
profesor Hohenus? Pues nada menos que Luis Moreau Gottschalk y Antonio
Rubinstein. El primero era un ejecutante a los Liszt, deslumbrador y romántico.
El segundo un gigante del teclado que supo resistir airosamente entre los
mejores públicos de Europa el recuerdo del genial himno. Pero Teresa
Carreño no adoptó en verdad la manera y el espíritu del uno o del otro, sino
que aprendió a ser ella misma a través de su magisterio. Bien cierta es la
anécdota que narra en su magnífica biografía de la excelsa venezolana la
escritora Marta Milinoswski. El hecho ocurrió en Londres el año 1868, contando
Teresita sólo trece años, cautivado por el talento arrollador de la muchacha,
Rubinstein se declara espontáneamente su guía y le da maravillosos consejos.
Pero llega un momento de discrepancia entre ellos en plena lección. Ambos están
furiosos. “Esto es así”, declara con energía el maestro. “Esto no es así”,
responde con entereza la alumna. “Yo soy Rubinstein”, dice altivamente aquel.
“Y yo soy Carreño”, contesta Teresa con orgullo. Entonces se miran al fondo de
los ojos y su cólera se disipa al instante. Se ha reconocido de veras: son dos
iguales, dos genios del teclado que pueden contemplarse frente a frente sin
pestañear.
Hasta
aquella Teresa Carreño. La música y la vida se encargarán desde entonces de
enseñarle mucho más. Y las personalidades que se cruzan en su camino se
intercambiarán con ella potencias y cualidades: el gran pianista y director
alemán Hans de Bulow… y Eugene d’Albert, otro notable pianista con quien llega
a casarse y tener dos hijas, divorciándose luego de las más enconadas
divergencias vitales. También pueden contarse entre sus amigos más directos
Johannes Brahms, quien no la considera una pianista sino un pianista, y Grieg, que al oírle tocar una vez hoy su célebre
“Concierto en La menor” le dijo maravillado: “Señora, ¡no sabía que mi
concierto era tan hermoso!”. Agregaremos a esto la frase de Clara Wieck, la
gran pianista y compositora viuda de Roberto Schumann, al oírla una vez en
Leipzig; “Gracias a Dios que antes de morirme he podido escuchar a Liszt
hembra”.
No
obstante esta gran vida, esa gloria presente en el recuerdo de los grandes
centros de concierto de Europa y Norte América, Teresa Carreño es hasta ahora
oficialmente sólo un nombre más en los anales venezolanos. Sus cenizas, traídas
a Venezuela en 1938, -veinte años después del deceso de la artista en Estados
Unidos- yacen en el Cementerio General del Sur, entre la comunidad general de
nuestros muertos. Cuando en 1953 se cumplió el centenario de su nacimiento un
grupo de damas venezolanas sugirió al Gobierno Nacional el traslado de esas
cenizas al Panteón, lugar más digno de su talla de gran venezolana. Pero nada
se hizo para realizar esta insinuación. ¿Por qué en este año cuatricentenario
no figura entre los actos del actual Gobierno hacerse eco en forma efectiva de
este noble deseo?
Caracas, domingo 18 de marzo de 1967
El arte y el Tiempo por Israel Peña
Título original "Teresa Carreño y el Cuatricentenario de Caracas"