Por Einar Goyo Ponte
PALABRAS DE PRESENTACIÓNHacer historia y escribir la historia son dos asuntos muy distintos. Si comparamos sus procesos, quizás acordarán conmigo en que lo primero es más fácil que lo segundo. No es necesario ser héroe o criminal para hacer historia. De hecho, todos estamos constantemente haciendo historia, la mayoría de las veces, sin mover un dedo. Pero escribirla tiene unas exigencias muy particulares. Para escribir la historia hay que recopilar, organizar, investigar documentos, darles forma, estudiar un contexto y hasta una fenomenología. La historia de los sucesos y los hombres que los detonan, promueven o activan tiende a hacer perdurar en la memoria eventos u obras que generan consecuencias. Dos de ellas, al menos, muy notables y trascendentes: el momento presente y nosotros, sus habitantes.
En el terreno de la historia política o social, esas
consecuencias cotidianas permiten con relativa facilidad las pesquisas y tareas
que posibilitan la escritura de la historia. La historia de las artes requiere
de los libros, las palabras, las obras plásticas, arquitectónicas, el
testimonio de un ideario. En el caso de estas disciplinas humanas, el producto
del artista suele ser el principal documento para historiar un devenir de
carácter estético.
Pero, ¿saben qué es verdaderamente difícil? Hacer
historia de la vida y la obra de un músico, porque su obra, su producto pertenece
al terreno de lo intangible. La vida de un músico, ejecutante o compositor,
requiere de un sonido, de aquello que efectivamente nos permita constatar su
grandeza y trascendencia.
En Venezuela historiar la música es una disciplina
particularmente difícil. Es proverbial la corta memoria de nuestra
idiosincrasia. Quizás muchos de nuestros males presentes se explicarían por ese
empecinamiento tan vernáculo de olvidar o desconocer nuestro pasado. Los
caudillos mesiánicos se sustentan principalmente en esa ventaja. Como nadie
recuerda lo ocurrido años o décadas antes, puede venderse con apariencia de
novedad, de estreno y de panacea. Pues ese mismo conflicto de nuestra identidad
reverbera cuando hacemos la historia de la música de nuestro país. Quizás en el
terreno popular ese estigma se diluya al mínimo, pero en el de un personaje
como Teresa Carreño, la figura que hoy nos convoca en este recinto, nos
enfrenta con un involuntario interrogante: ¿cómo traducir a la expresión que
sustentaba su vivir en el mundo, aquello que la motivaba? ¿Cómo reencontrar la
esencia intemporal de la Carreño, más allá de sus amores, sus carencias, sus
miserias, su fortaleza, su carácter, sino es a través de su música?
Y es que un músico es sobre todo su obra. Su vida puede
ser intrascendente u odiosa, demasiado conflictiva o pasiva, pero su verdad, su
materia perdurable, su más allá, que es lo que nos la aproxima a nosotros, es
su música. Lo mismo podríamos decir de Juan José Landaeta, de Delgado Palacios,
Vicente Emilio Sojo, Juan Bautista Plaza, Antonio Estévez, Inocente Carreño o
Antonio Lauro. Todo lo conocido y escrito sobre ellos se comprende, cobra
sentido, amanece y se asienta en el presente de nuestras vidas cuando su música
suena.
En el libro, en la investigación, que Jesús Eloy
Gutiérrez, pone a nuestra disposición, en su segunda edición, y que promete
ampliar para darnos un perfil cada vez más completo de la gran venezolana,
pianista, mujer y creadora que fue Teresa Carreño, no se olvida nunca esa
referencia o necesidad sonora: cada episodio de su vida lleva asociada una
banda sonora que Jesús Eloy registra, enumera, comenta, y al final están las
referencias con sus pautas rigurosas y documentadas. Eso que el libro no puede
hacer: sonar, desgranar sus escalas o acordes, se prepara para que el lector
desande un hilo de Ariadna musical que nos lleve de la oscuridad silenciosa del
Minotauro a través del laberinto, a la luz de la música de Teresa Carreño, pues
nos indica qué escuchar, dónde y cómo. Comparte con nosotros su dedicada,
vigilante, incansable investigación.
Es una lástima que mientras escuchemos el repertorio que
los pianistas de hoy nos ofrecerán, no podamos leer el libro de Jesús Eloy
Gutiérrez. Si así fuera saldríamos de esta sala hoy, con un perfil de Teresa
Carreño casi en tercera dimensión. Sabríamos de su infancia, de sus sinsabores,
de su talento admirado y reconocido por los músicos y creadores más grandes de
su época, de su estatura universal, y sabríamos cómo suena esa gloria, qué
tonos mayores o menores, qué cromatismos, qué potentes octavas o qué delicados
arpegios matizaron o representaron el alma de la artista entonces, mientras
experimentaba la circunstancia vital, y entenderíamos a cabalidad su componente
imperecedero, aquello que la hace merecedora de nuestra memoria, admiración y
sincronización con nuestra vida y nuestro hoy. Entre la lectura del impecable
texto de Jesús Eloy y la música que oiremos hoy en la calidez de la Maestra
Gioconda Vázquez y sus alumnos, veríamos verificarse un milagro: sentiríamos la
presencia viva de Teresa Carreño, oyendo/oyéndose, allí sentada entre nosotros.
Y la reconoceríamos.
Muchas gracias.
Einar Goyo Ponte.
30 de septiembre, 2017.
Asociación Cultural Humboldt, Caracas-Venezuela
Asociación Cultural Humboldt, Caracas-Venezuela
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